Página personal del Periodista Y Escritor Pascual Serrano

En defensa del voto

“(…) la tela tejida en la sombra acaba terminándose, y entonces parece que la fatalidad lo arrolla todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que acaban siendo víctimas todos, quien ha querido y quien no ha querido, quien sabía y quien no sabía, quien fue activo y quien fue indiferente. Y este último se irrita, querría sustraerse a las consecuencias, querría que quedase claro que él no ha querido, que él no es responsable. Algunos lloriquean piadosamente y otros maldicen obscenamente, pero ninguno, o pocos, se preguntan: si yo también hubiese hecho mi deber de hombre, si hubiese intentado hacer valer mi voz, mi parece, mi voluntad, ¿habría sucedido lo que ha sucedido? Pero ninguno, o pocos, se echan la culpa por su indiferencia, por su escepticismo, por no haber dado su apoyo moral y material a aquellos grupos políticos y económicos que combatían, precisamente, para evitar ese mismo mal; que se proponían conseguir ese mismo bien. Ellos, en cambio, prefieren hablar de fracaso de las ideas, de programas definitivamente hundidos y de otras gracias semejantes. Continúan en su indiferencia, con su escepticismo. Mañana seguirán con su vida de renuncia a toda responsabilidad directa o indirecta”. 

Antonio Gramsci, 26 de agosto de 1916

Durante años la izquierda más combativa ha considerado las instituciones y los representantes políticos como la parte más interesada y mísera de la política. Frente a ellos se reivindicaba la entrega generosa del activismo social, la calle como lugar de encuentro político por excelencia, los movimientos sociales como el tejido más honorable donde se catalizaban las luchas y la organización. En cambio, los cargos políticos tenían el pecadillo de tener un sueldo -lo cual en muchos casos no era verdad-, un despacho, un poder que no siempre ponían al servicio de los ciudadanos.

Como resultado de todo ello, pedir el voto era plegarse a la parte menos honorable de la política de la izquierda. Muchos de los ciudadanos más críticos tenían a gala no haber votado o, al menos, no haber votado a ningún partido con representación institucional, lo que les dejaba -ante sus propios ojos y los de muchos- sin ninguna responsabilidad ante cualquier tropelía que algún cargo o carguillo hiciese, o se dijera que hizo. Evidentemente, en ningún foro formal o informal de discusión le podían echar en cara a ese ciudadano el comportamiento de ningún cargo electo porque con su voto no había sido elegido ninguno. Ninguna traición en las instituciones tenía relación con su comportamiento electoral, porque nada de lo que sucedía en esas instituciones aparentemente lo tenía.

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“(…) la tela tejida en la sombra acaba terminándose, y entonces parece que la fatalidad lo arrolla todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que acaban siendo víctimas todos, quien ha querido y quien no ha querido, quien sabía y quien no sabía, quien fue activo y quien fue indiferente. Y este último se irrita, querría sustraerse a las consecuencias, querría que quedase claro que él no ha querido, que él no es responsable. Algunos lloriquean piadosamente y otros maldicen obscenamente, pero ninguno, o pocos, se preguntan: si yo también hubiese hecho mi deber de hombre, si hubiese intentado hacer valer mi voz, mi parece, mi voluntad, ¿habría sucedido lo que ha sucedido? Pero ninguno, o pocos, se echan la culpa por su indiferencia, por su escepticismo, por no haber dado su apoyo moral y material a aquellos grupos políticos y económicos que combatían, precisamente, para evitar ese mismo mal; que se proponían conseguir ese mismo bien. Ellos, en cambio, prefieren hablar de fracaso de las ideas, de programas definitivamente hundidos y de otras gracias semejantes. Continúan en su indiferencia, con su escepticismo. Mañana seguirán con su vida de renuncia a toda responsabilidad directa o indirecta”. 

Antonio Gramsci, 26 de agosto de 1916

Durante años la izquierda más combativa ha considerado las instituciones y los representantes políticos como la parte más interesada y mísera de la política. Frente a ellos se reivindicaba la entrega generosa del activismo social, la calle como lugar de encuentro político por excelencia, los movimientos sociales como el tejido más honorable donde se catalizaban las luchas y la organización. En cambio, los cargos políticos tenían el pecadillo de tener un sueldo -lo cual en muchos casos no era verdad-, un despacho, un poder que no siempre ponían al servicio de los ciudadanos.

Como resultado de todo ello, pedir el voto era plegarse a la parte menos honorable de la política de la izquierda. Muchos de los ciudadanos más críticos tenían a gala no haber votado o, al menos, no haber votado a ningún partido con representación institucional, lo que les dejaba -ante sus propios ojos y los de muchos- sin ninguna responsabilidad ante cualquier tropelía que algún cargo o carguillo hiciese, o se dijera que hizo. Evidentemente, en ningún foro formal o informal de discusión le podían echar en cara a ese ciudadano el comportamiento de ningún cargo electo porque con su voto no había sido elegido ninguno. Ninguna traición en las instituciones tenía relación con su comportamiento electoral, porque nada de lo que sucedía en esas instituciones aparentemente lo tenía.

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“(…) la tela tejida en la sombra acaba terminándose, y entonces parece que la fatalidad lo arrolla todo y a todos, que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que acaban siendo víctimas todos, quien ha querido y quien no ha querido, quien sabía y quien no sabía, quien fue activo y quien fue indiferente. Y este último se irrita, querría sustraerse a las consecuencias, querría que quedase claro que él no ha querido, que él no es responsable. Algunos lloriquean piadosamente y otros maldicen obscenamente, pero ninguno, o pocos, se preguntan: si yo también hubiese hecho mi deber de hombre, si hubiese intentado hacer valer mi voz, mi parece, mi voluntad, ¿habría sucedido lo que ha sucedido? Pero ninguno, o pocos, se echan la culpa por su indiferencia, por su escepticismo, por no haber dado su apoyo moral y material a aquellos grupos políticos y económicos que combatían, precisamente, para evitar ese mismo mal; que se proponían conseguir ese mismo bien. Ellos, en cambio, prefieren hablar de fracaso de las ideas, de programas definitivamente hundidos y de otras gracias semejantes. Continúan en su indiferencia, con su escepticismo. Mañana seguirán con su vida de renuncia a toda responsabilidad directa o indirecta”. 

Antonio Gramsci, 26 de agosto de 1916

Durante años la izquierda más combativa ha considerado las instituciones y los representantes políticos como la parte más interesada y mísera de la política. Frente a ellos se reivindicaba la entrega generosa del activismo social, la calle como lugar de encuentro político por excelencia, los movimientos sociales como el tejido más honorable donde se catalizaban las luchas y la organización. En cambio, los cargos políticos tenían el pecadillo de tener un sueldo -lo cual en muchos casos no era verdad-, un despacho, un poder que no siempre ponían al servicio de los ciudadanos.

Como resultado de todo ello, pedir el voto era plegarse a la parte menos honorable de la política de la izquierda. Muchos de los ciudadanos más críticos tenían a gala no haber votado o, al menos, no haber votado a ningún partido con representación institucional, lo que les dejaba -ante sus propios ojos y los de muchos- sin ninguna responsabilidad ante cualquier tropelía que algún cargo o carguillo hiciese, o se dijera que hizo. Evidentemente, en ningún foro formal o informal de discusión le podían echar en cara a ese ciudadano el comportamiento de ningún cargo electo porque con su voto no había sido elegido ninguno. Ninguna traición en las instituciones tenía relación con su comportamiento electoral, porque nada de lo que sucedía en esas instituciones aparentemente lo tenía.

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